Seguimos disfrutando de una serie de conciertos de gran altura en estos inicios de la Quincena Musical. En este caso es el Elias String Quartet el protagonista de nuestra reseña, dedicada al recital ofrecido en el ciclo de Música de Cámara del Museo de San Telmo. El conjunto británico, con una trayectoria de más de un cuarto de siglo forjada desde los tiempos de estudiantes de sus componentes, presentó un programa redondo e interpretado con una mezcla de madurez y frescura que nos conquistó desde los primeros compases. La madurez se refleja en esa forma tan orgánica de respirar y modelar las frases, en la presencia individual de cada miembro para aportar a la interpretación común y en un sonido hermoso y cuidado en cada detalle; la frescura se manifiesta en esa alegría por tocar música de primer nivel, por hacerlo buscando una interpretación compartida y propia pero sin pretender la originalidad a todo precio y en una implicación juvenil que los grandes músicos saben mantener a lo largo de los años.
Siempre aprecio que, en un programa variado, los cuartetos integren una obra clásica. Llámenme maniática y académica, pero cada vez tengo más claro que si una formación de este tipo construye bien una obra clásica, eso nos da en muy buena parte la medida de su calidad. Y el Cuarteto Elias mostró desde las primeras notas que se trata de una agrupación de altísimo nivel, a lo que contribuye sin duda el hecho de que sean cuatro instrumentistas excepcionales acreedores de un sonido redondo y poderoso, tanto en lo individual como en lo colectivo. El Cuarteto op. 54 n.º 1 de Haydn fue compuesto en 1788, un momento de plenitud compositiva y muy especialmente en lo que a este género camerístico se refiere, pues ya había asentado y madurado su estilo y sobre ese conocimiento adquirido iba experimentando para pulir aún más su personalidad. El Allegro con brio inicial fue atacado precisamente así, con un brío que no se desmintió en ningún momento y que estuvo lleno de gracia, permitiendo que sobre ese ostinato de corcheas mantenido por el chelo (maravillosa de principio a final Marie Bitlloch), cuya pulsación ha de ser pensada con más amplitud que los cuatro tiempos del compás para lograr esa sensación de rebote en el aire, sirviera de seguro y cómodo soporte a las evoluciones de sus compañeros. Naturalidad en la articulación y el fraseo presidieron este movimiento y fueron la tónica general del concierto. El bellísimo Allegretto fue interpretado -no sin acierto- casi como un andante, lo cual permitió más contraste con el resto de movimientos que forman el cuarteto. En este movimiento ya dieron cuenta de un uso magistral de los arcos, variando casi imperceptiblemente los ataques de esas corcheas en ligado-picado que articulan el Allegretto en función del fraseo del primer violín y del carácter que evoca cada armonía. Estupenda la entrada progresiva de cada instrumento para formar esos acordes disonantes que generan esos puntos de tensión antes de resolver en cada remanso y de nuevo, perfecto equilibrio entre ritmo ostinato y flexibilidad en la pulsación para encadenar con naturalidad frases y resoluciones armónicas. Tempo giusto para ese Minuetto, que combina el clasicismo formal con una serie de originalidades que los Elias supieron destacar sin descompensar el conjunto. Por ejemplo, esos silencios tras la sorpresa de las cadencias rotas, que ellos dejaron suspenderse en el aire el tiempo justo para continuar la frase con el matiz exacto. Reiteramos nuestra admiración por la chelista del grupo, que en el Trio dio una nueva muestra de dominio técnico y musical. El Presto final fue una suerte de compendio de todas las cualidades expuestas hasta ahora, combinadas en un fabuloso colofón. Realmente fantásticos y fusionados el segundo violín y la viola en ese ritmo imperturbable en semicorcheas e inmejorable ese final en el que se retoma el tema principal, con una sección homofónica que bordaron, y que culmina como en un juego del escondite. Un cierre exultante en el que el humor y la capacidad de sorprendernos del vienés nos fue servida con auténtica maestría.
La primera parte se completó Con Tres piezas para cuarteto de cuerda, de Stravinsky. Se trata de una sorprendente obra de 1914 que nos hace pensar tanto en Webern como en ciertos autores minimalistas. Los Elias han hecho un gran trabajo en torno al sonido y la tímbrica aprovechando las peculiaridades de la obra. El primer movimiento, Danse, forma una unidad a partir de cuatro individualidades: el primer violín repite sin cesar un tema popular, mientras el segundo toca una bajada de cuatro notas de forma muy seca, la viola mantiene una nota pedal como un antiguo bordón y el violonchelo dibuja una frase en pizzicato. En el segundo, Eccentrique, parece que fue inspirado por un payaso de music-hall al que el compositor había visto en Londres. Ese tema de corte casi serial y ese gusto por los efectos sonoros convierten a esta breve pieza en un ejercicio de control y de expresividad caricaturesca que el cuarteto superó sin aparente dificultad. El Cantique final evoca de forma evidente al Dies Irae gregoriano en lo que supone una demostración de control del uso del arco. El dominio del que hicieron alarde los Elias nos permitió incluso escuchar en varias ocasiones el sonido de una flauta, gracias a la diferente presión ejercida sobre las cuerdas. Un perfecto contrapunto estilístico entre Haydn y el Schubert, que ocupaba la segunda parte del programa.
Poca presentación necesita el Cuarteto n.º 14 en re menor D810 “La muerte y la doncella”. Schubert pasaba en aquellos años de 1823 y 1824 por serios problemas de salud y económicos, lo que devino en una profunda crisis personal. La forma del cuarteto de cuerda supuso una especie de escapatoria terapéutica a la depresión en que se sumió por aquel entonces. Contemporáneo al también hermosísimo cuarteto Rosamunda, el que nos ocupa no se editó sino cuatro años después de la muerte del compositor, aunque se había estrenado en 1826, con el propio Schubert a la viola. Los Elias atacaron los primeros acordes con intensidad y fuerza pero manteniendo ese sonido redondo que les caracteriza y sin ese desgarro a veces excesivo que tienta a tantas agrupaciones: está claro que dominan el estilo perfectamente y que el romanticismo temprano no tiene secretos para ellos. Su versatilidad expresiva les permitió pasar de esa energía desesperada e impregnada de ímpetu luchador a ese lirismo suplicante una y otra vez con naturalidad y una tensión emocional sabiamente mantenida. Magnífica la viola en tresillos que hace de colchón rítmico a ese segundo tema en modo mayor e irreprochables todos ellos en cada intervención comprometida y en las secciones más contrapuntísticas. La naturalidad primó de nuevo en cada paso de un tema a otro, de una sección a otra, con leves rubatos o simples respiraciones: máxima expresividad sin asomo de manierismo o exceso de ningún tipo. Fantástico final con esos acordes tenidos que nos agarran por las tripas y no nos sueltan hasta que la cabalgada mortal nos deja caer en esa especie de lecho de moribundo que se dibuja en los compases finales.
El tema del Andante con moto, que proviene del famoso lied del propio Schubert y que da nombre también al cuarteto, fue interpretado en un movimiento y pulsación mezcla de marcha fúnebre y de canción de cuna: una idea brillante para representar esa amenaza fatal sobre la joven. Una vez más pudimos asombrarnos con el control soberbio de los arcos y las dinámicas en este comprometido inicio. Bellísima la primera variación, en la que el tema se dibuja en tresillos en el segundo violín mientras el primero revolotea dibujando las armonías. Gran trabajo de los violines y la viola, cada uno repitiendo su célula obstinadamente pero con diferentes inflexiones, mientras el chelo canta el tema, con un fraseo y un sentido de la dirección magistrales. Fantástico el contraste en la tercera, que comienza de forma homorrítmica, para intentar diferentes escapatorias a ese destino inminente, sobre todo por parte del primer violín y el chelo. La cuarta variación, en modo mayor, que estuvo llena de plácida delicadeza y equilibrio, desembocó en esa quinta, que es algo así como un genial resumen de todas las demás, tanto en carácter como en recursos compositivos. Los Elias la dotaron de una expresividad trágica y llena de emoción contenida, dejándonos prácticamente sin resuello en ese dulce final en modo mayor: ya sabemos que en Schubert, la estocada definitiva viene siempre revestida de un luminoso modo mayor.
Los dos últimos movimientos contienen un mayor carácter popular y los Elias no dejaron pasar la oportunidad de destacar el carácter danzante del Scherzo, haciendo el hincapié justo en esos acentos desplazados y remarcando el contraste con el lirismo del trío. El último movimiento Presto, que podría evocar en principio una danza popular de corro, retoma en cambio el carácter de galop del final del Allegro inicial, con ese aire de cabalgada fatal y siniestra, casi como una danza de la muerte. Hay algo que hiela la sangre en esta música, porque nos arrastra con esa energía casi sobrenatural, no sabemos muy bien a dónde. Los Elias hicieron una interpretación absolutamente sobrecogedora, que dejó clara su autoridad tanto en el estilo como en la técnica, con una unidad perfecta de concepción y de ejecución de las intenciones musicales. Qué control del ritmo y la pulsación, sin un asomo de aceleración en este movimiento en el que es tan difícil no precipitarse. Nueva lección de buen gusto y claridad en los constantes contrastes (homorritmia y unísonos frente a diferentes planos y líneas, carácter rítmico y popular frente a lirismo y melodía que se pasea volátil) para desembocar apoteósicamente en esa coda Prestissimo, empujándonos al precipicio y sin posible apelación.
Fantástico programa y gran lección de música de cámara por parte de unos intérpretes de altísimo nivel que nos proporcionaron una memorable vivencia musical.
Ana G. U., Scherzo.